Una hora antes de la acordada para reunirme con el guía, ya me encontraba sentado en un banco disfrutando de una agradable temperatura y esperando que llegara el momento de iniciar el camino. Puntual como un reloj, ya estábamos todos preparados para empezar la jornada. Tras las presentaciones y la colocación de los equipos en el pequeño todoterreno, la carretera ya nos esperaba. La verdad es que el trayecto no se hizo especialmente largo y cuando nos quisimos dar cuenta, ya nos encontrábamos al pie de un inmenso bosque de pino negro en los que aguardaba una dura ascensión de poco más de un kilómetro pero salvando un desnivel de cerca de 300 metros. Marcando cada uno su ritmo, se podía subir mas o menos en condiciones, tomando aire en alguna parada mientras disfrutábamos de unas inmejorables vistas de las aún nevadas montañas salpicadas de infinitas masas de bosque. Los últimos metros se me hicieron eternos pero, por fin, ya habíamos llegado al claro del bosque donde se ubicaban los hides, nuestro "hogar" hasta el día siguiente. Tras la asignación de los puestos, se pudo dejar el equipo en el suelo y tomar algo de aire y relajar las piernas y la espalda. Aproveché la ocasión para cambiarme de ropa y poco más porque ya nos teníamos que introducir en las tiendas y desaparecer de las vistas de nuestro objetivo que, seguro, ya nos estaba vigilando. Tras cerrar las cremalleras, no había opción de salir y ya éramos prisioneros del bosque.
Tras ordenar un poco el habitáculo, me abrigué y me asomé por una de las ventanillas para disfrutar del paisaje y, por qué no, de algún madrugador urogallo, que gustaban de revolotear por el cantadero esa misma tarde. La noche se hacía dueña del cantadero y el bosque se iba tornando azabache, la temperatura caía al mismo tiempo que la luz y me di cuenta de que era hora de cerrar y descansar, el agotamiento me iba venciendo poco a poco. Me sobrecogió el abrumador silencio que dominaba el lugar, solo alterado por los aleteos de los primeros machos que llegaban para dormir. Apenas podía creer que a escasos metros encima nuestra, algunos de los últimos urogallos pirenaicos se acomodaran para pasar la noche, acompañándonos en tan única y maravillosa aventura. Cerré los ojos y me dejé dominar por el sueño.
Los nervios no me los pude quitar desde el momento en que llegué a Vielha el día anterior, pensando en todos los acontecimientos que me iban a acompañar en tan singular aventura, y esa noche en mitad del bosque no iba a ser una excepción. Varias veces abrí los ojos y agudicé los oídos, sintiendo en la lejanía el inconfundible canto del mochuelo boreal, otro de los deseados. Al menos esta vez me lo llevé de oído. Otro motivo para volver.
La noche pasaba y no veía el momento de levantarme y abrir una ventana para esperar el momento que había soñado durante mucho tiempo. El "raro" canto de una cercana chocha perdiz fue mi despertador y en cuanto percibí algo de luz entrando por algún hueco de la tienda, me incorporé, no sin esfuerzo, dejé el equipo a mano y me senté intentando intuir alguna sombra entre los árboles. Llega el momento cuando diviso una gran silueta alejada de mí y los nervios apenas me dejan abrir la pequeña ventana que tengo a mi lado. Cojo los prismáticos y ahí está, mi primer urogallo. Simplemente increíble. Me quedo sin palabras y trato de seguirlo y no perderlo. Aún no hay opción de foto y sigue lejos, así que me deleito con su presencia. Quien me iba a decir que lo iba a disfrutar como nunca un rato después, ni me lo podía imaginar. Los minutos pasan rápidamente, la luz clarea poco a poco el cantadero y el macho empieza a recorrerlo sin prisas, emitiendo ese característico y único canto que me deja con la boca abierta. Vuelvo a quedarme sin habla, no atino a colocar el equipo, intuyendo sus movimientos y los nervios me atenazan de nuevo. El sol se va imponiendo despacio en el cantadero y, a la mínima oportunidad, empiezo a disparar. Tenía la esperanza de que, según transcurría la mañana, podría bajar el ISO hasta cifras normales, pero tardaría un rato en llegar el momento. Pero aún así, no me resisto a empezar a llenar la tarjeta de memoria, alternado con segundos en que prefiero usar los prismáticos para no perder ningún detalle. El macho sigue recorriendo sus dominios sin importarle lo más mínimo que los hides estén a pocos metros (y me atrevería a decir que centímetros) de por donde él pasa, con su asombroso cortejo, la cola en abanico, saltos y aleteos estruendosos y peculiar reclamo. Durante unos minutos pude observar también una hembra, que se perdió rápidamente.
Con el avance inexorable del tiempo, uno se da cuenta de que el momento toca a su fin cuando la actividad en el cantadero decae. El macho cierra su cola, y se aleja mientras picotea en el suelo. Y cuando te quieres dar cuenta, desaparece como la bruma de los picos más altos de la montaña buscando la seguridad del bosque. Al parecer, y aunque parezca lo contrario, no se alejan demasiado por lo que, una vez el guía nos indica que ya podemos salir de las tiendas, solo nos da tiempo a estirar brevemente las piernas y la espalda, sacar el equipo e iniciar el descenso, más duro todavía que la subida. Personalmente me cuesta mucho más por las rodillas pero llego al punto donde dejamos el coche e iniciamos la vuelta a Vielha.
No puedo evitar echar la vista atrás y reflexionar de nuevo sobre lo que acabo de vivir. "El gran fauno alado del bosque", como lo definió Félix Rodríguez de la Fuente, acaba de regalarme posiblemente uno de los mejores momentos, si no el mejor, que he tenido el privilegio de vivir en plena naturaleza. ¡Larga vida al espíritu del bosque! Que el futuro te sea próspero.